Un trozo de suelo

garaje

Fue hace unos años. Era invierno. O era otoño. Lo que era seguro es que había empezado aquello que la televisión llamaba crisis. Sea eso lo que fuera.
Tenían una plaza de garaje. Una de esas plazas, al lado de casa, cuya propiedad expira a los equis años en favor del Ayuntamiento. Su esposa le había dicho alguna vez de comprarla definitivamente. Por aquello de tener. La propiedad. Por los niños. Total, eran sólo los trámites. Pero él no lo veía, sólo los trámites ya le parecía un lío. Era uno de esos a los que los tertulianos de la tele llamarían poco ambicioso, sin espíritu emprendedor.

El garaje lo vigilaban un par de porteros. O quizá tres. O cuatro. Contratados para las labores de vigilancia y mantenimiento. Eran hombres del barrio. Durante un tiempo uno incluso fue un vecino del propio edificio donde vivían. Un gilipollas. Pero también había simpáticos. Como aquel con bigote que ayudaba a su hijo de crío con la cadena de la bici.

Ese otoño, una tarde noche, hubo una reunión de propietarios del garaje. Las había de vez en cuando. No solía ser nada importante. Las luces. Unas llaves. Pintar de nuevo los números. Pero aquella vez fue diferente. Aquella reunión no iba de pintura. Ni de llaves. No se si he dicho que la tele decía que estábamos en crisis. Sea eso lo que fuera. Había que ahorrar. Se avecinaban tiempos feos para las familias y había que buscar algún sitio de donde recortar los gastos mensuales. Aquella reunión no iba de pintura. Aquella reunión iba sobre los porteros. Eran caros. Los externalizarían. Las empresas de vigilancia salían más baratas que el salario de un vecino. Daba igual que el finiquito de esos hombres del barrio fuera tal que no se ahorraría dinero hasta pasados varios años. La tele lo decía. Estábamos en crisis. Había que recortar. Apretarse el cinturón.
Él dijo que no. Expuso sus razones. O quizá no. Ya había visto cosas parecidas antes. Sabía como iba a acabar. Estaba cansado. Pero no tenía sentido. No había razón. No se ahorraba. Y eran vecinos. Los conocían. ¿Y si fuese yo? Votó no. Enfadado. Quizá un par más votaron con él. Contaron. Salió un rotundo sí. Lo decía la tele. No esperó a que terminara la reunión. Votó no y subió a casa. Sin decir nada. Los dejo allí. La cena estaba casi hecha. Medio contó lo ocurrido a su mujer y a su hijo. Pero muy por encima. Hablaba poco. Puso la televisión. Estaba cansado.
Ella y su hijo se imaginaron los detalles. Gente normal. Apuñalada. Gente del barrio apuñalando a otros. A otros como ellos. Por un garaje. Unos vecinos mandados al paro por otros vecinos. No. Qué digo. No había vecinos. Eran propietarios. De coches. Y de garajes. Su hijo echó cálculos. Por 10 euros. Puede que fuese la noche en la que su hijo empezó a entender lo que era la alienación. Por entonces para él una buena alienación era Molina, Geli, Toni, Santi, Solozábal, Vizcaíno, Simeone, Caminero, Pantic, Kiko y Penev.

Su hijo en aquellos meses no tenía carnet. Ni coche. Conocía a los porteros de aquella vez de la bici. De saludar educadamente cuando acompañaba a sus padres al coche. De verlos por el barrio. Poco más. No podría dar ni un nombre. Después de aquello seguía sin carnet. Y sin coche. Seguía saludando al nuevo portero con educación. Era simpático. Tenía una cara rara pero amable. Pero ya no lo saludaba igual. Lo saludaba igual pero sentía como que era diferente. No saludaba a una de esas caras de siempre que estaban allí vestidas de calle. Era un tipo con uniforme. Con una extraña placa amarilla. Seguía saludándolo las pocas veces que bajaba al garaje. Lo saludaba igual pero seguía sintiéndolo diferente. Siempre pensaba al decir hola en que quizá ese hombre mañana ya no estuviera. En que estaría otro. Y después de otro, otro. Como cuando una máquina de café un día es de chicles. Quizá la empresa de seguridad le cambiara de puesto. Le moviera de sitio. O le despidiera. Le cambiara la jornada. O la placa cambiara de forma. O el uniforme de estilo. El bordado de color. La chaqueta un chaleco. Pensaba en si el de uniforme le ayudaría con la cadena de la bici de seguir siendo un crío. Seguro que sí. Pero era como si ya no saludara a un hombre. Como si fuese una cosa. Una máquina de café. Una cosa que tenia un función. Como cualquier otra cosa. Que se podía sustituir. Como cualquier otra cosa.

Hoy su hijo sigue sin carnet. Y sin coche. Sabe definir alienación sin pensar en El Doblete y se sabe alienado cuando va en el autobús con sus cascos. Con su mp3. Con música en un idioma que no es el suyo. Un idioma que no entiende.
Cuando no va absorto en la música o embobado con lo que ve por la ventanilla piensa. En la ambición. En tener cosas. La propiedad. Las puñaladas. En el poder que te da tener un trozo de suelo. Ser propietario. En conversaciones. En que según crece gente que no le conoce le dice más a menudo que también le falta ambición. En si quiere tenerla. En si habrá correlación entre ambición y puñaladas. O entre tener cosas y apuñalar. Entre ser propietario y apuñalar. En si quiere tener cosas o las manos limpias. A veces también piensa en los porteros. A veces, recordando aquella cena y a su padre, piensa en si no sería aquel día cuando empezó a odiar los coches.