Un italiano

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Tienes a un menda delante. Un italiano. Se muestra inicialmente simpático, dicharachero, cercano y como si entendiera algo, como si supiera algo, como si fuera algo, pero pronto muestra su verdadero ser. Uno de esos ejemplares que no sabe hacer nada, que jamás podrá aprender a hacer nada, que nunca ha llegado a hacer nada, pero con piquito. Piquito para picar. De aquí y de allí. De unos y de otros. A hacer cosas sólo se aprende con tiempo y uno no tiene mucho tiempo si se lo pasa hablando. Antes ya te has entrevistado con una señorita muy amable y delicada, y también tan guapa como tramposa. Y te han hecho un examen. Porque la primera lección de todo esto es que todo el mundo te puede poner a prueba gratuitamente. Y chitón. Todos los hombres son iguales en dignidad. Pero unos más que otros. Después de los artificios el italiano te pregunta. Mientes como lo has hecho otras veces. Osea, fatal. Pero esta vez el tipo además te increpa. Te cuestiona. Se atreve a juzgarte. A juzgar tu biografía. Te cuestiona sobre temas que ni siquiera es capaz de describir o trazar en su tenaz ignorancia. Pues no sólo es un ignorante en esencia sino, sobretodo, por elección. Te pregunta sobre el Cosmos. Sobre la Naturaleza. Él que ni si quiera se ha parado a mirarse a sí mismo, o mejor dicho, que jamás ha dejado de mirarse. La entropía. Te dice. Quiere hacer dinero con eso. Y contigo, claro. O mejor dicho de ti. Te pregunta sobre cosas que a todas luces se le escapan con esa soberbia de querer saber del que no sabe nada. Nada. Por inercia, o por insistencia de otros lo intentas. De verdad que lo intentas. Pero son pocos minutos los necesarios para darte cuenta de que no. De que no puedes. Ha elegido no pensarse, estar muerto e intentar confundir a la gente. Disfrazar las cosas con la imagen de las cosas. Vender lucecitas y sonidos. A cambio de Dios sabe qué. Que Él lo juzgue. Pero hasta aquí. Ya no. No compras. Lo has intentado pero no. Tú, de momento, no estás muerto. Las lucecitas son eso. Y te insultan hasta un límite. Y entonces callas. Porque los vivos callan y los muertos no paran de hablar. Te reacomodas en la silla y miras hacia fuera, despreocupado y distendido por encima de las mamparas de cristal, hacia las otras oficinas. Ya no estás allí. Callas y no escuchas. Ya te lo sabes. Como un 20 Minutos de la semana pasada. No contiene nada que descubrirte. Nada que te interese. Nada por lo que te merezca la pena una última mentira. Un último intento de ser como ellos. Dejas que se contorsione en su silla. Que se retuerza. Que haga su función. Con la trascendencia que se cree que tiene. Te das cuenta de que estás esforzándote en no reírte y ya está, ya sabes que se acabó, que no te apetece fingir más. Que siga. Tienes tiempo. De hecho es lo único que tienes. Que te siga ofendiendo con sus gestos de niño estúpido, ajeno a que si tienes alguna competencia real, un máster en algo, un posgrado que sus putos exámenes no resuelven, es en ser capaz de estar largos ratos en silencio, enajenado, sin temor, como en stand by, tarareando mentalmente. Tarareando mentalmente. Desde Mastodon hasta El Chaval de La Peca. Lo mismo da. Largos ratos en silencio dejando que los ignorantes se quiten el velo. Que el absurdo y la estupidez se condensen como el rocío y nos hagan de reír. De reír a los vivos. Claro. Con los años lo has perfeccionado y cada vez lo gozas más. Hasta te da morbo. Y miedo también, la verdad. Te callas y sonríes. Que se muestren tal como son los que hablan sin decir. Y piensas que ahí estás, haciendo el tonto pero vivo, mirando hacia fuera, que la entropía no se comercializa, que respiras, que lo que cuentan no es tan bonito, que prefieres quitarte, que no es una elección, simplemente no eres como él y ya está. No es culpa de nadie. Ni es bueno ni es malo. Te dice que tiene que pensarlo y no se qué más. Te da igual. Que ya te llamarán. Te acompaña en silencio a la puerta y ambos desearíais que no fuera así. No os miráis. Os apretáis las manos por ese fascismo del protocolo y la cultura, él pensando en su agenda de muerto, en su coca cola de muerto, tú pensando en los aseos para lavarte esa mano, pues la otra está limpia. Él vuelve con la sensación de pérdida de tiempo. Tú hace mucho que sabes que el tiempo no es oro, que eso lo dijo un gilipollas y que el tiempo ni se pierde ni se gana, pero aún así no puedes evitar la sensación de derrota. La sensación de equivocación. La sensación de estupidez que se te pega a la piel. Te sientes soberanamente estúpido en esas cristaleras. En esos corredores. En esos ascensores donde todos se miran en el espejo pero nadie mira a quien lo limpia. En esas puertas giratorias que inventó obviamente otro muerto. Te sientes estúpido fingiendo y mintiendo. Escapas de la tierra de los muertos hacia el metro, un sitio que al menos en 10 años aún no ha cuestionado tu biografía, aún no ha cuestionado si coges la combinación de transbordos larga o la corta, si te bajas aquí o si sigues allá, si vuelves a casa o pernoctas en otras sábanas. Y según te cruzas con otros vivos vuelves poco a poco a ser tú. O a creértelo. Toda esa gente sigue allí. El cielo sigue allí. La línea 10 también. Eres claramente estúpido y de eso no hay duda. No sabes a dónde vas y de eso tampoco la hay. Pero sí sabes a dónde ni de coña. Y mientras te agarras a la barra del vagón sin saber dónde te vas a bajar comprendes que eso ya es bastante mejor que ser un puto italiano de mierda.

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