El hombre gilipollas que quería hablar

Comenzaba con el sol, desde por la mañana temprano. Los primeros movimientos eran automáticos e inconscientes. Como los de casi todo el mundo. Pero el tac tac del filtro de la cafetera contra las paredes del cubo de la basura daba la señal a su fuero interno. A partir de ahí empezaba. Una retórica nunca oída. Argumentos perfectamente hilados. Argumentación y contrargumentación. Respuestas a todas las posibles injerencias a su punto de vista. Desarrollos. Hasta chascarrillos y chistes. Joder, los mejores chistes. Cualquier tema que fuese el que se había posado al azar en su cabeza. La serie que vio la noche anterior. El trabajo. Las noticias. O incluso este propio fenómeno íntimo. Lo desarrollaba con precisión de cirujano. Con dicción de orador. Sin dudar fluían los argumentos a su mente y se hilaban, encadenaban y desarrollaban con todo el sentido. Uno llevaba al otro, el otro al siguiente, con una causalidad perfecta. Análisis. Antítesis. Síntesis. El comentario de aquel tipo la otra noche. La puta falacia del programa del lunes. Todo refutado con la convicción y racionalidad más absolutas. Pero también con un impecable sentido del humor. Hasta cambios de tonalidad para subrayar tal o cual cosa. Hablaba sólo de todas estas cosas pero no lo hacía consigo mismo. No estaba loco. Lo hacía con un interlocutor. Con ellos. Que no estaban. En un ensayo interno para cuando se diera la ocasión, para cuando estuviesen. Como los polis disparando a peleles de cartón en las pelis yankis. Un simulacro. Cuando estuviesen sería tan convincente. Tan cachondo. Tan dialéctico. Sonreía tontamente mientras vertía el café ya hecho en la taza.

Tenía que agacharse para llegar al bote de champú. Se enjabonada la cabeza lo último como un ritual inconsciente en el que nunca había reparado. Menos aún en ese momento donde su cabeza estaba en una conversación con aquella chica de ojos como la miel. La mejor década musical son los 90 y eso es impepinable. Los 80 están bien pero la producción es un asco. Cuando ya se aclaraba estaba frente a esa otra chica de un impoluto y estéril departamento de Recursos Humanos. Siempre he deseado pertenecer a un sector vital y en crecimiento. Las demandas actuales del mercado exigen flexibilidad y una vocación multidisciplinar. Casi se escurre con la alfombrilla de la risa, pero alberga la misma sonrisa tonta en su cabeza. Vaya pedazo de discurso. A las dos en el bote.

La tele está hablando de a saber qué estupidez. O más probablemente sea una serie de ficción. De asesinatos. La poli tía buena acaba de realizar en voz alta una deducción de vital importancia para saber quién coño mató a Rosie Larsen, pero él está en otro sitio. Un par de escenas más adelante dará al pause y rebobinará hacia atrás para recobrar el hilo, consciente de que ha oído pero no ha escuchado nada. Estaba en una conversación con cualquier grupo de gente, repasando sin darse cuenta cómo iba a contar lo que le pasó ayer. Sí hombre, aquello tan gracioso. Imita mentalmente, sin darse cuenta, hasta el tono de la voz. Que puta risa. Qué arte.

Los postes pasan hacía atrás como en una carrera. La vía del tren va perdiendo su paralelismo con la autovía cual gusano. El tren que les había adelantado ahora pierde la ventaja al acercarse al apeadero. Va mirando por la ventana del autobús pero no ve. Está en una épica batalla dialéctica con ese gilipollas de la tele. Aunque decir gilipollas de la tele no sea mucho afinar. Lo tiene en la lona argumento tras argumento. Desarma una falacia tras otra. Con rigor y paciencia. Sin perder los nervios. Voltaire. Kant. Marx. Chiquito. Quién haga falta. Citas certeras y definitivas. Y sin parecer pedante o pretencioso. Al revés. Distendido. Lo que diría si algún día se le pusiera un micrófono delante acude a él como un torrente. Los ciegos verán. Los sordos oirán. Su madre estaría orgullosa, todos sus conocidos sentirían una mezcla de fascinación y envidia. Y parecía tonto.

Unos ojos color miel le miran desde el otro lado de la mesa de mármol. Esta vez son reales, no son una hipótesis, ni una imaginación provocada por el agua caliente de la ducha. Pupila, iris, córnea. Todos están ahí y le preguntan. Pero deja pasar la ocasión. Ahora que es de verdad algo se desenchufa en su cerebro y aquella perfecta perorata se le cae como de un agujero en el bolsillo. La ventana de oportunidad. O la puerta. La puerta del portal está abierta de par en par. Perfectamente dispuesta y con tiempo suficiente para meter la cuña, o la mano, o el brazo, o lo que sea. Pero él, plenamente consciente, va dejando que se cierre de a poco. Mientras la mira sin inmutarse. Chirría un poco hacia el final. Hasta hacer clac. Qué música te gusta. Pshe, pues no sé. Clac.

Un monitor plano colgado del techo en una esquina no deja de meter ruido, pero en la mesa rodeada de cinco personas y sus respectivas cervezas se hace un silencio discursivo. Otra puerta. Es una reunión social. Ese lugar donde se cuentan las cosas. Es el momento perfecto para su anécdota. Alguien le pregunta. Qué hiciste ayer. Nah, lo de siempre.

Acude a la enésima entrevista de trabajo. Como un esclavo más. En el metro piensa la táctica. Ya tiene experiencia así que repasa las mentiras más importantes. Se las cuenta tan bien que casi hasta se las cree. Pero el cóctel de preguntas ridículas y estúpidas junto a su síndrome particular es explosivo. Tartamudea. Eres más organizado o más original. Cómo te definirían tus compañeros. A qué huelen las nubes. Eeeeeeeeeeeehhh. Cómo. Qué. No sé. Ya te llamaremos.

Nuestro hombre tiene boca, eso es obvio, pero debe estar enchufada a otro sitio. Quizá le falten unos drivers. Una actualización. O quizá tenga alguna discapacidad aún por descubrir. Lo único seguro es que seguirá avergonzándose de sí mismo, que seguirá imaginando a escondidas que dijo todo aquello que quería decir. Todo aquello que sabría decir. Y la reacción jubilosa de sus interlocutores. Ay si alguien descubriera todo lo que realmente les cuenta cuando llega a casa. O mientras vuelve en el bus. O quizá no se avergüence, pues muchas veces, cada vez más recurrentes, se sorprende pensando en todo esto, viéndose desde arriba, en perspectiva cenital, y le da la risa. En cualquier caso a él no le pregunten sobre el tema, no les dirá nada. O quizá les responda mañana desde su cuarto, cuando ya no importe, cuando nadie escuche.

Un italiano

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Tienes a un menda delante. Un italiano. Se muestra inicialmente simpático, dicharachero, cercano y como si entendiera algo, como si supiera algo, como si fuera algo, pero pronto muestra su verdadero ser. Uno de esos ejemplares que no sabe hacer nada, que jamás podrá aprender a hacer nada, que nunca ha llegado a hacer nada, pero con piquito. Piquito para picar. De aquí y de allí. De unos y de otros. A hacer cosas sólo se aprende con tiempo y uno no tiene mucho tiempo si se lo pasa hablando. Antes ya te has entrevistado con una señorita muy amable y delicada, y también tan guapa como tramposa. Y te han hecho un examen. Porque la primera lección de todo esto es que todo el mundo te puede poner a prueba gratuitamente. Y chitón. Todos los hombres son iguales en dignidad. Pero unos más que otros. Después de los artificios el italiano te pregunta. Mientes como lo has hecho otras veces. Osea, fatal. Pero esta vez el tipo además te increpa. Te cuestiona. Se atreve a juzgarte. A juzgar tu biografía. Te cuestiona sobre temas que ni siquiera es capaz de describir o trazar en su tenaz ignorancia. Pues no sólo es un ignorante en esencia sino, sobretodo, por elección. Te pregunta sobre el Cosmos. Sobre la Naturaleza. Él que ni si quiera se ha parado a mirarse a sí mismo, o mejor dicho, que jamás ha dejado de mirarse. La entropía. Te dice. Quiere hacer dinero con eso. Y contigo, claro. O mejor dicho de ti. Te pregunta sobre cosas que a todas luces se le escapan con esa soberbia de querer saber del que no sabe nada. Nada. Por inercia, o por insistencia de otros lo intentas. De verdad que lo intentas. Pero son pocos minutos los necesarios para darte cuenta de que no. De que no puedes. Ha elegido no pensarse, estar muerto e intentar confundir a la gente. Disfrazar las cosas con la imagen de las cosas. Vender lucecitas y sonidos. A cambio de Dios sabe qué. Que Él lo juzgue. Pero hasta aquí. Ya no. No compras. Lo has intentado pero no. Tú, de momento, no estás muerto. Las lucecitas son eso. Y te insultan hasta un límite. Y entonces callas. Porque los vivos callan y los muertos no paran de hablar. Te reacomodas en la silla y miras hacia fuera, despreocupado y distendido por encima de las mamparas de cristal, hacia las otras oficinas. Ya no estás allí. Callas y no escuchas. Ya te lo sabes. Como un 20 Minutos de la semana pasada. No contiene nada que descubrirte. Nada que te interese. Nada por lo que te merezca la pena una última mentira. Un último intento de ser como ellos. Dejas que se contorsione en su silla. Que se retuerza. Que haga su función. Con la trascendencia que se cree que tiene. Te das cuenta de que estás esforzándote en no reírte y ya está, ya sabes que se acabó, que no te apetece fingir más. Que siga. Tienes tiempo. De hecho es lo único que tienes. Que te siga ofendiendo con sus gestos de niño estúpido, ajeno a que si tienes alguna competencia real, un máster en algo, un posgrado que sus putos exámenes no resuelven, es en ser capaz de estar largos ratos en silencio, enajenado, sin temor, como en stand by, tarareando mentalmente. Tarareando mentalmente. Desde Mastodon hasta El Chaval de La Peca. Lo mismo da. Largos ratos en silencio dejando que los ignorantes se quiten el velo. Que el absurdo y la estupidez se condensen como el rocío y nos hagan de reír. De reír a los vivos. Claro. Con los años lo has perfeccionado y cada vez lo gozas más. Hasta te da morbo. Y miedo también, la verdad. Te callas y sonríes. Que se muestren tal como son los que hablan sin decir. Y piensas que ahí estás, haciendo el tonto pero vivo, mirando hacia fuera, que la entropía no se comercializa, que respiras, que lo que cuentan no es tan bonito, que prefieres quitarte, que no es una elección, simplemente no eres como él y ya está. No es culpa de nadie. Ni es bueno ni es malo. Te dice que tiene que pensarlo y no se qué más. Te da igual. Que ya te llamarán. Te acompaña en silencio a la puerta y ambos desearíais que no fuera así. No os miráis. Os apretáis las manos por ese fascismo del protocolo y la cultura, él pensando en su agenda de muerto, en su coca cola de muerto, tú pensando en los aseos para lavarte esa mano, pues la otra está limpia. Él vuelve con la sensación de pérdida de tiempo. Tú hace mucho que sabes que el tiempo no es oro, que eso lo dijo un gilipollas y que el tiempo ni se pierde ni se gana, pero aún así no puedes evitar la sensación de derrota. La sensación de equivocación. La sensación de estupidez que se te pega a la piel. Te sientes soberanamente estúpido en esas cristaleras. En esos corredores. En esos ascensores donde todos se miran en el espejo pero nadie mira a quien lo limpia. En esas puertas giratorias que inventó obviamente otro muerto. Te sientes estúpido fingiendo y mintiendo. Escapas de la tierra de los muertos hacia el metro, un sitio que al menos en 10 años aún no ha cuestionado tu biografía, aún no ha cuestionado si coges la combinación de transbordos larga o la corta, si te bajas aquí o si sigues allá, si vuelves a casa o pernoctas en otras sábanas. Y según te cruzas con otros vivos vuelves poco a poco a ser tú. O a creértelo. Toda esa gente sigue allí. El cielo sigue allí. La línea 10 también. Eres claramente estúpido y de eso no hay duda. No sabes a dónde vas y de eso tampoco la hay. Pero sí sabes a dónde ni de coña. Y mientras te agarras a la barra del vagón sin saber dónde te vas a bajar comprendes que eso ya es bastante mejor que ser un puto italiano de mierda.

Lentitud

Y la miraba dormir. El futuro le pareció posible, le pareció benigno como un día sin calor excesivo y sin un frío perturbador. El aburrimiento le pareció posible. Desear encontrarse con Laura en el pasillo o darse cuenta con ella de que ya son las siete y la luz se retira. Durante años lo había repudiado con horror. Como si el aburrimiento fuera prueba irrefutable de cierta conformidad. Ahora le parecía prueba de vida. Él siempre había vivido a la carrera. Persiguiendo siempre un resarcimiento, una compensación por algún gasto o pérdida que ya no conseguía recordar. Y ahora la lentitud le parecía posible. Terminar cada cosa que empezara. Dejar de ir a la zaga de lo que merecía, de lo que había creído merecer e ir en paso parejo con los días de la semana, con los meses del año, con los años que le quedaban para morir. No era conformidad. La lentitud no era conformidad sino tal vez la prisa. Como haber perdido algo y abrir uno tras otro, corriendo, los cajones, levantar las carpetas y los libros, los abrigos, y empezar con los cajones otra vez: la prisa era aceptar que no lo encontraríamos y en cambio estarse quieto, hacer memoria para recordar en dónde lo pusimos, eso era la lentitud.

Belén Gopegui. El lado frío de la almohada.